lunes, 1 de agosto de 2011

Silencio

Nunca comprendí todo eso de la vida contemplativa. Recuerdo que en el colegio era de los “rebeldes” que saltaba cuando salía el tema. ¿Qué es eso de contemplativa? Básicamente no hacer nada, ¿no? Rezar y rezar mientras los demás nos matamos a trabajar, mueren niños y la injusticia reina. Pues vaya.

Crecí y, en la adolescencia, los monasterios y los monjes tenían un halo de romanticismo. Caballeros de otro tiempo, olvidados, apartados del mundo, solitarios, en silencio, guardianes de secretos inconfesables. Películas y libros avivaban en mi imaginación la figura del monje retirado y místico.

Lo cierto es que poco se ajustaban estas ideas a la realidad. Bueno, vale, rezan mucho, todo el rato, pero aun así son hombres de su tiempo, y sí, también es verdad que viven aislados y en silencio, pero…es distinto. No como imaginaba. Me explico.

Hace unos días decidí marcharme a un monasterio perdido. Deseaba desconectar, cambiar de aires y aclarar ideas. 

La vida allí no era fácil. Mas bien difícil para el que no está acostumbrado. Todo se organiza en torno a la liturgia de las horas, que empieza a las 5 de la mañana cada día y acaba a las 10 de la noche, hora de acostarse. Entre medias hay tiempo para dormir algo más, trabajar, ocio. La comida era buena, aunque sólo se dedican a ella 20 minutos. Puede parecer una tontería pero para el huésped es difícil comer a tal velocidad.

Además, hay varias normas que han de ser respetadas, en cuanto a horarios, celebraciones, etc.
Personalmente, la que más me impresionó y costó respetar fue la del silencio. No se habla para nada con los monjes. Los saludos se reducen a movimientos de cabeza. 

Lógicamente, al no poder hablar uno pasa las horas meditando, pesando, observando. 

El silencio me marcó sin embargo porque no es un valor en alza actualmente. Cito una reflexión de Ernesto Sabato sobre la soledad, aplicable al silencio: “siempre llevamos una máscara, que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de lo lugares que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia” (pág. 73, La resistencia). ¿Cómo huir del silencio cuando sólo hay silencio? Es entonces cuando el hombre se muestra tal y como es, y surgen dos caminos: nuestra conciencia implacable y justa o la Divinidad que perdona y ama. Eso es precisamente la vida contemplativa; contemplar el mundo y la vida y apreciarlos en silencio. Contemplarse uno mismo sin obstáculos ni máscaras. Vivir alegre.

¡Cuántas veces huimos de los problemas, nos refugiamos en el ruido, en el ajetreo escapando de nuestro propio yo! El ruido tampoco tiene por qué ser malo. Es señal de vida al fin y al cabo. El problema es cuando la vida se reduce a ruido solamente.

Quizás no sea una vida “feliz” como las de la tele, pero los monjes son más felices que muchos en su riqueza y orgullo, ruido y prisas. Eso es algo que no cuadraba con mi visión del monje romántico; y es que hay cosas que han de ser vividas para comprenderlas.

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